EL ÁMBITO DE LA
MORALIDAD: ÉTICA Y MORAL
La Ética
es una disciplina filosófica que trata de los asuntos morales, es decir, de
nuestra conducta -actos, hábitos, carácter y vida en general-, bajo el punto de
vista del bien, del deber o del valor, calificándola como buena o mala, debida
o incorrecta, valiosa o sin valor moral. Es conocida con dos nombres
diferentes, Ética y Moral, que provienen de distintas raíces etimológicas.
1. Aproximación semántica.
Aranguren:
Ética deriva de las palabras griegas êthos y éthos. La primera
poseía dos sentidos fundamentales, de los cuales el más antiguar aludía a la
residencia, a la morada, al lugar donde se habita. Así lo señaló Heidegger.
Este sentido fue evolucionando hasta llegar a designar el lugar (metafórico,
interior) desde el que se vive, esto es las disposiciones fundamentales del
hombre en la vida, su carácter.
Platón
en Leyes y Aristóteles en Nicómaco derivaron êthos de éthos, el
carácter de la costumbre, y acercaron el sentido de éthos, al de héxis,
hábito, que se adquiere a través de la repetición. De ahí la importancia de la
educación. El carácter sería entonces como una segunda naturaleza frente al
mero talante o temperamento, que nos es dado y a favor o en contra del cual,
pero, en todo caso, contando con él, hemos de forjar nuestra personalidad
moral. Kant observará que el carácter es lo que el hojbre hace de sí mismo,
mediante una voluntad sometida a la ley moral.
Ambos
términos fueron traducidos al latín con la palabra mos, de la que
provendría “moral”. Pero en la traducción prevaleció el sentido de costumbre o
hábito, en detrimento de las otras acepciones, con lo que la reflexión ética se
fue deslizando desde el plano del carácter moral al de su desgajamiento en
hábitos, y, progresivamente, hacia una atomización de la vida moral, que
acabaría centrándose en los actos tomados aisladamente, lo que difumina la
unidad de la vida moral. Pues si bien es cierto que ciertos actos pueden
considerarse definitorios, esos actos no se entienden, en realidad, sino
emergiendo de un trasfondo y una cierta unidad que les da sentido.
Así,
entre los actos, los hábitos y el carácter se establece una especie de círculo:
nuestros hábitos y actos dependen de nuestro carácter, pero el carácter se
forja a través de sucesivas elecciones y decisiones. Y el modo de ser será el
resultado de nuestra disposición o talante, elaborado por el carácter que, a
través del comportamiento, nos vamos apropiando. Pero el centro de gravedad
estaría en la vida en su conjunto, más que en los actos aislados, los cuales,
en realidad, sólo cobran relieve e importancia en cuanto se supone que en ellos
se expresa la vida moral.
En el
sentido hasta aquí apuntado, ética y moral vendría a ser sinónimos y en él se
imbricarían tanto la moral vivida, ethica utens, como la reflexión
filosófica sobre ella, ethica docens, en cuanto disciplina susceptible
de ser enseñada.
Mas si
durante mucho tiempo las fronteras entre el filósofo moral (cuya labor es
principalmente teórica, aunque referida a la práctica) y el moralista (cuya
labor es ante todo la de reforma y alentar la práctica moral de los humanos)
han sido difusas, las diferencias entre uno y otro permiten asimismo
diferenciar, pese a la sinonimia hasta ahora destacada, entre “ética” y
“moral”. La distinción se fundaría en que, aunque el filósofo moral reflexiona
sobre la vida práctica, no por ello tiene forzosamente que jugar el papel de
moralista, sino que puede limitarse a una reflexión teórica general sobre el
fenómeno de la moralidad. Si aceptáramos esa perspectiva, podríamos entonces
decir que mientras la moral hace directa referencia al comportamiento humano y
a su calificación en cuanto bueno o malo, haciéndose cargo del mismo los
diversos códigos o principios que tratan de regular las acciones de los
hombres, en cambio, la Ética (o filosofía moral o moral a secas) sería aquella
rama de la filosofía que piensa la vida moral, sin proponerse, ni inmediata ni
directamente, prescribir o aconsejar, como lo hacen los referidos códigos y
principios morales, sino más bien reflexionando sobre ellos, para intentar ver
cómo funcionan y dar razón de los mismos, buscando sus categorías específicas.
La Ética
se nos revela así como un saber teórico-práctico, no sólo porque reflexiona
sobre la vida moral de los hombres, sino porque, aunque adopta la adecuada
distancia reflexiva respecto a la acción para diferenciarse de la simple
retórica o propaganda, guarda la suficiente relación con ella como para
advertir, que en definitiva, “no estamos investigando qué es la virtud por
saberlo, sino para ser buenos”. Aristóteles señaló que, a diferencia de la
ciencia, que tiene por objeto lo que se repite regularmente o lo que es
inmutable, no hay ética de lo contingente, es decir, de lo que tanto puede ser
como no ser o ser de otro modo, pues nadie delibera sobre las cosas que no
pueden ser de otra manera.
Así
pues, entre la simple sinonimia y el tajante divorcio entre Ética y Moral,
podríamos decir que, aunque la tarea del filósofo moral no es orientar
directamente la acción, tampoco puede refugiarse en una teoría supuestamente
neutral, sin tener que verse obligado por ello a echarse en brazos del puro
formalismo.
Ética y
moral, escritas con minúscula y como sinónimos, se refieren ante todo, a la
moral vivida, mientras que Ética, Moral o filosofía moral ser refieren a la
reflexión filosófica sobre la moralidad sobre las diversas formas de moral
vivida. Pero el uso no es regular entre los autores y la señalada imbricación
de aspectos sirve de contrapartida a las ambigüedades que se susciten, la mayor
parte de las cuales pueden resolverse a través del contexto.
2. La estructura constitutivamente
moral del hombre.
El
sentido más obvio de la palabra “moral” es el que considera a la vida humana en
términos de su bondad o maldad. Sin entrar en el debate de cuál es el predicado
fundamental de la vida moral (“bueno” en Aristóteles, “deber” en Kant y “valor”
en Scheler), el significado más usual de “moral” (ya se refiera al bien, al
deber o al valor) es el adquirido por su contraposición a “inmoral” (lo malo,
indebido o no valioso). Pero también puede contraponerse a otros que nos
revelan significados más radicales, como “amoral” y “desmoralizado”.
2.1.
Moral-amoral.
Un
sujeto amoral no es el que va en contra de lo moral (sería el inmoral) sino el
que no se hace cuestión de la alternativa y queda fuera de la moral.
Kierkegaard
situó más acá de la alternativa al hombre del estadio estético, aquel
que realiza sus elecciones desde una cierta indiferencia, sin comprometer su
existencia, lo que hace el hombre entonces es no elegir. Pero Kierkegaard ha
demostrado cómo no elegir supone también una forma de elección, sólo que en
sentido impropio. La diferencia radical entre el hombre del estadio estético y
el del estadio ético no es que uno elija el mal y otro el bien, sino que el
primero no quiere hacerse cargo de la cuestión, mientras que el segundo la
tiene en cuenta: “no se trata tanto de elegir bien, cuanto de la energía, la
seriedad, el páthos con el que se elige”.
También
subrayó Kierkegaard la importancia que para la vida humana tiene el hacerse
cargo de que no todo da igual, de que no todo vale lo mismo, de que unas cosas
son mejores que otras. El indiferente hace dejación de su responsabilidad, y al
negarse a realizar su frágil y arriesgada, pero tal vez hermosa, libertad, se
abandona a la cosificación.
Más
allá de la
alternativa, pretendió, explícitamente y ya desde el título, Más allá del
bien y del mal, situarse Nietzsche, aunque parece difícil pensar que sus
intenciones fueran las de anular toda disyuntiva entre bien y mal. Según él (en
Ecce homo) lo que habría pretendido sería acabar con la jerarquía de
valores establecida en el mundo moderno, a través de de la progresiva
secularización de la moral cristiana, concebida por él como “platonismo para el
pueblo”, como una moral de la decadencia y del resentimiento, prolongada en la
democracia y en el socialismo. El perdón nace de la cobardía, el ideal de
igualdad del temor a lo superior. Para ello critica a la Revolución francesa y
al socialismo. Frente a la moral del rebaño, la del superhombre; frente a
normas universales, el propio querer. Su “más allá del bien y del mal” no
pretende sino establecer otro bien y otro mal, una nueva
jerarquía de valores.
Pero si
desde un punto de vista individual parece difícil situarse “más acá” o “más
allá” de la moralidad, tampoco se han encontrado sociedades en las que no haya
un sistema de normas y preferencias vinculantes para el grupo, aunque los modos
de tratar de enraizarlas en los individuos y de realizarlas sean diversos.
2.2.
Moral-desmoralizado.
2.2.1.
El ánimo como
moral.El
sentido que adquiere “moral” cuando se contrapone a “desmoralizado” viene a ser
el de “fuerza para vivir”, ánimo, coraje, que luego habrán de emplearse en el
bien o en el mal, pero sin los cuales ni uno ni otro pueden realizarse. Ese
significado del término es, entonces, previo al de moral como “bueno” --esto
es, en cuanto opuesto a inmoral--, hasta el punto de que este último ha de
montarse sobre aquél.
2.2.2.
Moral como
estructura.Fue Aranguren quien subrayó la
importancia radical de este aspecto de la moral, refiriéndose a él con el
concepto de “moral como estructura”.Aunque
los antropólogos actuales discuten la posibilidad de una cierta capacidad de
aprendizaje en los animales, una de las diferencias básicas entre éstos y el
hombre podría expresarse diciendo que el animal se halla ajustado al medio,
frente al característico desajuste que con éste mantiene el ser humano. La
conducta animal en parecidas circunstancias se puede predecir pues su genética
le “predice”. Al hombre, en cambio, ningún aspecto de la realidad le viene
ofrecido unívocamente. Al poder dar diferentes respuestas y hacer diversas
propuestas, tiene que interpretar la realidad y elegir, entre las posibilidades
que se le ofrecen, las que estime preferentes, lo que comporta una vida
inestable, que no es sino la otra cara, y el riesgo, de su propia libertad
(Fromm).La
naturaleza, en el hombre, siempre se encuentra mediada por la cultura,
entendida en sentido antropológico. Esta mediación no exime al individuo del la
creación, en el seno de esas pautas socialmente dadas, de su propia vida, que
es en lo que el vivir consiste.Para
Ortega, la vida humana es quehacer: como al animal, la vida nos ha sido dada,
pero, a diferencia de él, no nos ha sido dada hecha, teniendo cada cual que ser
su propio novelista –más o menos original o plagiario-- e inventar su propia
vida.Así, hay
algo de lo que los hombres no somos libres: de dejar de serlo, pues como Sartre
decía, estamos condenados a la libertad.Es a
este tener que elegir a lo que Zubiri y Aranguren denominaron moral como
estructura. Pero el hombre, estructuralmente moral, puede, sin embargo,
conducirse luego debida o indebidamente, moral o inmoralmente, que es a lo que
ambos autores se referían al hablar de “moral como contenido”: el hombre,
animal hominizado, no se encuentra ya directamente humanizado, siendo esa tarea
de encontrar su rostro humano o humanidad una tarea básicamente moral.
2.2.3. Determinismo y libertad.Existe
la posibilidad de que aunque el hombre se piense libre, su conducta se
encuentre sometida a un estricto determinismo. Kant, en la tercera de las
antinomias a las que se refiere en la Dialéctica trascendental de su Crítica
de la razón pura, vio la imposibilidad para la razón teórica, de
resolverla, pues por más que nuestra conciencia nos presente como libres, no
podemos llegar a saber si esa conciencia de libertad no es sino una ilusión.
Por eso para Kant la libertad será asunto de la razón práctica. Sin embargo, sí
es condición de posibilidad de la vida moral, puesto que no sería
posible imputar responsabilidad moral a quien careciese de libertad, la cual
aparece así como un requisito indispensable, como un presupuesto necesario del
lenguaje y de la vida moral, es decir, como la razón de ser de la
moralidad, si bien ésta es la vía de acceso, la razón de conocimiento de
la libertad.Frente a
lo dado y el orden del ser, regido por la causalidad, el hombre trata de
establecer el del deber ser. Y aunque, si estuviéramos determinados, tal
intento estaría condenado al fracaso, el hombre no puede renunciar a él, como
no puede suprimir el lenguaje moral. Aunque estuviésemos determinados
“la moralidad subsistiría como la lucha –inútil- por hacer lo que nos dicta
nuestra conciencia” (Aranguren).Esto no
quiere decir que el hombre no se encuentre sometido a múltiples
condicionamientos. Pero con razón solemos distinguir entre conductas
deliberadas y compulsivas, (Aristóteles y también los escolásticos) al distinguir
los actus hominis (los que llevan a cabo los hombres sin deliberación),
de los actus humani (únicos que incumben a la Ética), sin descuidar el
que la falta de deliberación también puede ser imputable al hombre. Cuando
excusamos la conducta de una persona, en virtud de una serie de circunstancias
es a costa de cosificarla, de convertirla en cosa entre las cosas. Como
Muguerza ha destacado, tal “beneficio de la causalidad” puede ser aplicado a
otros e incluso, apurando la argumentación, a nosotros mismos, siempre que
hablemos en pasado; pero no podemos utilizarlo en primera persona y para
referirnos al futuro, pues en ese mismo momento claudicaríamos de nuestra
responsabilidad y de nuestra humana condición, trocando la libertad en
facticidad, que es a lo que Sartre llama “mala fe”: Sin libertad,
sencillamente, no cabe hablar de sujetos morales.Libertad
y responsabilidad no se ejercen, desde luego, en ausencia de todo
condicionamiento. Lejos de pensar la libertad como simple indeterminación o
falta de límite, es en su seno donde hemos de realizarla. Cuando los límites
sobrepasan un cierto grado, hablamos de conducta coaccionada. Por el contrario,
la falta de límites no permite nuestra realización sino que nos extravía y al
carecer de todo tipo de referencias, no sabríamos hacia dónde dirigirnos. En
cambio, el límite, la perspectiva, nos orienta y nos abre al mundo. 3. Moral-inmoral: moral como
contenido.
3.1.
Moralidad y eticidad.
A partir
de la condición estructuralmente moral se monta ese otro nivel de la moralidad
(el que contrapone moral a inmoral) por el que el ser humano no sólo trata de
ajustarse a la realidad de cualquier forma, sino de hacerlo con justeza,
de la manera preferible o mejo, debida o buena, que es a lo que con Zubiri y
Aranguren denominamos “moral como contenido”. Contenidos que suelen venir
ofrecidos por los códigos culturales. Es esa normatividad encarnada en las
instituciones, la que queda recogida en el francés moeurs y en el alemán
Sitten. La Sittlichkeit (eticidad) venía constituida, para Hegel,
por las valoraciones sedimentadas en las instituciones sociales, superadoras de
lo que él consideraba “mera moral”.
La
crítica de Hegel a Kant insistía en el formalismo de los principios
morales kantianos, su universalismo abstracto, la impotencia del
deber y el rigorismo de la convicción que no tiene en cuenta las
circunstancias y las posibles consecuencias de una aplicación
descontextualizada de dichos principios.
Hegel
concede que la reflexión sobre el deber como principio universal de la voluntad
autónoma, tal como se reveló en Sócrates por primera vez y fue articulado por
Kant, puede trascender la eticidad, las formas de vida encarnadas en una
comunidad, según fueron tematizadas por Platón y Aristóteles; por eso, su
propuesta de superar la mera moral de las instituciones del Estado moderno no
quería suponer una recaída en la premodernidad ni un regreso a la moral
convencional del grupo, en cuanto las instituciones del mismo recogerían las
aspiraciones críticas y universalistas de la moral kantiana, evitando, sin
embargo, el repliegue en la pura interioridad, que privada de contenidos
objetivos, carecería de criterios para rebasar su particularidad y se
extraviaría en lo arbitrario. Sin embargo, aunque él creyera superada la época
del recurso a la conciencia crítica de los disidentes y rebeldes, la historia
más reciente, con su secuela de horror y de barbarie públicamente encarnados,
cuestiona radicalmente el ideal hegeliano y marxista de la coincidencia entre
el hombre y el ciudadano, e induce la fundada sospecha de que tal
reconciliación no habría de lograrse sino al precio de consagrar una forma de
vida como utopía cumplida e insuperable, lo que no haría sino liquidar el
ímpetu crítico del deber frente al ser ya alcanzado. Por lo que,
sin olvidar lo positivo de la crítica hegeliana, en cuanto a la necesaria
constitución intersubjetiva de la identidad y la necesidad de que el deber ser
aspire a encarnarse en la objetividad social, el recurso a la conciencia
crítica parece ineludible, si no se quiere estar a merced de contextos
sociales, que la posibilitan, pero también la atan.Es
preciso poner de relieve que, en la medida en que el hombre no se abandone a la
normatividad socialmente vigente, y aun cuando concuerde con ella, habrá de asumirla
personalmente –para seguirla o modificarla--, si es que no quiere ser un mero
producto de la presión social, cayendo en lo que Heidegger denunció como la
banalidad del “se”: se dice, se comenta…; si es que la ley que quiere seguir es
la que se da a sí mismo y no una simple imposición externa a él, por la que se
instalaría en la moral cerrada de Bergson. En el simple abandono a la
vigencia social, tanto como al simple capricho, el hombre se hace esclavo en
vez de dueño de sí pues como dijo Rousseau “el impulso del simple apetito es
esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad”. 3.2.
“Bueno” en sentido instrumental y en sentido moral. Técnica y práctica.
“El bien
es aquello hacia lo que todas las cosas aspiran”. Según esta idea de
Aristóteles, parecería que el hombre no puede obrar mal. El equívoco viene
suscitado por la ambigüedad del término “bueno” que no siempre se usa en
sentido moral. En ciertas ocasiones tiene un significado puramente
instrumental, sinónimo de calidad (un mueble bueno). “deseable” puede referirse
tanto a lo que debe ser objeto de deseo cuanto a lo que de hecho es deseado por
alguien. Pero ya desde Aristóteles y la Escolástica se quiso salir al paso de
esta equivocidad, al indicar que el hombre se comporta siempre sub ratione
boni, lo que no quiere decir que su comportamiento sea siempre moral mente
bueno, pues nuestros intereses o nuestra desidia pueden hacer que no tengamos
en cuenta otros aspectos o perspectivas. Fue Kant, en la Crítica de la razón
práctica el que quiso desbaratar el equívoco, porque las expresiones de bonum
y malum entrañan una ambigüedad que las hace susceptibles de un
doble sentido. Y para ello se sirvió de las posibilidades de distinguir entre lo
bueno y lo provechoso y entre lo malo y lo perjudicial
o dañino, reservando la acepción moral para las primeras expresiones de
esos pares y refiriendo las segundas a lo meramente apetecible sein relación a
la voluntad, en cuanto determinadas por la ley de la razón.Ya en la
Crítica de la razón pura, Kant había diferenciado entre un uso
teórico de la razón y un uso práctico de la misma, en cuanto el
conocimiento puede tener dos tipos de relación con su objeto. Práctico lo
define en el Canon de esa misma obra como “todo lo que es posible mediante
libertad”. Ahora bien, en ese amplio sentido lo “práctico” abarca tanto la
aplicación práctica de la razón teórica, esto es, la técnica, en la que
se trata de escoger los medios idóneos para conseguir un fin previamente
estipulado, cuanto lo propiamente práctico o moral, donde la libertad se
ejerce de manera eminente en la discusión y elección, no de lo que es bueno
(como medio) para algo, o de lo que agrada o conviene a alguien, sino de lo
bueno en sí.Kant, en
la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, diferencia
entre imperativos hipotéticos, dependientes del fin propuesto o de
determinadas condiciones (si A, entonces debes B), en los que bastaría que a
alguien no le importase la condición para que dejasen de regir, e imperativos
categóricos, no sometidos a ninguna condición o incondicionados (debes, o
no, tal o cual). Los imperativos hipotéticos pueden ser de carácter problemático,
cuando el fin o la condición a los que se encuentran sometidos pueden ser
sustituidos por otros, dando lugar en todo caso a las reglas de habilidad
técnica; mas si se tratase de un fin al que ha de suponerse tienden todos
los seres humanos, como es el caso de la felicidad, nos encontraríamos con
imperativos hipotéticos asertóricos, que son de carácter pragmático,
como los que se encuentran en los consejos prudenciales (en el sentido
de sagacidad, cálculo o astucia) para la felicidad. Ahora, bien, ya en
el propio Canon de la razón pura, Kant había insistido en que, consistiera en
lo que consistiese la felicidad, tan difícil de definir excepto si acaso por
unas notas muy generales, la moral no se ocupa tanto de ella, que ya procuramos
por mera inclinación, cuanto de hacer dignos de esa felicidad a la que
aspiramos.Por eso
sólo considera propiamente prácticos los imperativos categóricos, que no se
expresan en reglas (técnicas o prudenciales) sino en mandatos de la
moralidad, siendo en ellos, por ser incondicionados, donde se ejerce
realmente la libertad del ser humano, capaz de obrar no sólo conforme a las leyes
de la naturaleza, sino también, y gracias a su autonomía, conforme a la representación
de leyes que se da a sí mismo, por lo que esos mandatos de la moralidad no
se expresan en reglas técnico-prácticas, sino en leyes práctico-morales.La
distinción kantiana entre técnica y práctica es de algún modo paralela, pese a
realizarse en un contexto diferente, a la establecida por Aristóteles en Ética
a Nicómaco, entre poiésis, que produce obras exteriores al agente, y
prâxis, que es la acción inmanente, que tiene en sí misma su propio fin.
Y aunque el propio Aristóteles olvida esa diferencia a menudo, la distinción
será retomada no sólo por Kant sino también en nuestros días por Habermas.
Cierto que, a veces, no es fácil deslindar cuestiones técnicas de cuestiones
éticas. Pero estos matices, pertinentes, no deberían desdibujar la diferencia
que en medio de ellos subsiste. 3.3.
Éticas materiales y formales.
La
“moral como contenido” no es necesariamente lo que se ha dado en llamar una
“ética material”, sino que puede venir constituida por una “ética formal”:
mientras que algunos códigos morales prescriben de modo bastante concreto lo
que se debe hacer, regulando con detalle el contenido de nuestro
comportamiento, en otras ocasiones los principios morales a los que pensamos
debemos atenernos son puramente formales, o, para decirlo con Kolakowski,
representan una “ética sin código”.Kant en
su filosofía moral se preocupó, más que de establecer una serie de preceptos
morales, de indagar qué condiciones ha de reunir un precepto si ha de ser
considerado moral, a saber, y como ya sabemos, ser autónomo, expresión de la
ley que cada cual se da a sí mismo, e incondicionado, tal como se expresa en el
imperativo categórico. No establece qué hemos de hacer en concreto, sino
tan sólo cómo hemos de obrar para que nuestro comportamiento sea
efectivamente moral. De este modo, la moral como contenido se hace aquí
puramente formal, esto es, precisamente, vacía de contenido. 4. Moral como actitud.
Junto a
la moral como estructura y la moral como contenido se puede, con Aranguren,
destacar la importancia de la moral como actitud, cuya guía será la
conciencia, sometida a múltiples condicionamientos, pero, a la postre, última
instancia de la ética, pues sólo los individuos son capaces de actuar
moralmente, responsabilizándose de sus acciones. 4.1.
El individualismo ético y la ética social.
Es
preciso indicar que la conciencia puede y debe abrirse al diálogo con los
demás, cuyas razones habrá de tener en cuenta; que habrá de dejarse interrogar
por las advertencias de la “filosofía de la sospecha” (Paul Ricoeur), pero que,
en definitiva, la conciencia es la instancia irrebasable de la moral. Individualismo
ético que no tiene por qué equipararse con el individualismo posesivo del
liberalismo económico ni pretende que los individuos sean lo único existente,
pero que insiste en que el individuo es el único e insustituible protagonista
de la moral (Muguerza).Tal
individualismo no debería olvidar que la génesis del individuo está socialmente
mediada, esto es, que la identidad personal se genera a través de la
socialización.No
conviene acentuar en exceso el patetismo de la soledad de la conciencia
deliberante, pues la conciencia incorpora ya el diálogo con los demás, al que
por otra parte ha de abrirse. Esa apertura posibilita asimismo que el
individualismo ético no tenga por qué desentenderse de los otros, pues el que
la decisión moral se ejerza en última instancia de manera solitaria,
desde la responsabilidad intransferible de cada cual, no quiere decir que no
pueda ser solidaria. En Ética y política, Aranguren subrayó la
necesidad de la apertura a los otros para que se pudiese hablar de una actitud
realmente ética, que, sin menoscabo del protagonismo individual, pudiese
generar una ética social o transpersonal, desplegada tanto en el
nivel de la ética interpersonal o ética de la alteridad, en la
que el otro es un alter concreto, como en el de la ética impersonal
o ética de la aliedad, en la que el otro no es un alter al que
conozco y trato, sino un alius, es decir, un otro innominado y más o
menos distante, pero al que asimismo estoy obligado en las tareas colectivas de
la sociedad a la que pertenezco y, en última instancia, de la humanidad común. 4.2.
Ética de la convicción y ética de la responsabilidad.
Weber,
en el horizonte del final de la Primera Guerra Mundial, contrapone la ética de
la intención o de la convicción a la ética de la responsabilidad. La primera la
asimila a la ética kantiana o a la del Sermón de la Montaña, las cuales se
moverían sólo por principios incondicionados, con independencia de los
resultados derivados de su actuación, es decir, sin entrar en un cálculo de las
consecuencias derivadas de su acción. El político, en cambio, aun cuando no
carezca de principios, ha de estar atento a las consecuencias previsibles e
incluso laterales y no deseadas de su acción, moviéndose conforme a una ética
de la responsabilidad. Si la ética de la convicción resulta “acósmica” y
políticamente inoperante, la ética de la responsabilidad desliza, en cambio, al
político por la peligrosa pendiente de la violencia y el mal (p.ej. las
víctimas colaterales).Sin
embargo, y como se ha señalado en diversas ocasiones, quizá el dilema de Weber
sea un falso dilema. Kant al insistir en la intención, en la incondicionalidad
de los principios o en las propias convicciones no trataría sino de desmarcar a
la ética de una supuesta “ética del éxito” o de los resultados, aunque no se
desentiende de los fines moralmente deseables, sólo que para Kant la moralidad
de la acción no reside en el resultado. Y que, pese a la importancia de
calcular las consecuencias, un político horado ha de regirse asimismo por
principios lo subraya el propio Weber.De ser
ello así, no se trataría de dos tipos de ética, una para los políticos y otra
para los demás, pues aquellos están tan sometidos a los principios éticos como
los demás, sino de las nunca fáciles relaciones entre ética y política, las
cuales pueden oscilar entre la actitud del “alma bella” que preserva la
limpieza de sus manos a costa de su escapismo o que se convierte en fanática y
la presuntamente eficaz, pero sin escrúpulos que sacrifica al dios de la
violencia principios y personas. 5. Ética y metaética.El
contenido de la moral suele proceder de la cultura en el sentido antropológico
del término. La reflexión filosófica de la Ética sobre la moral no tiene
forzosamente un carácter normativo, aunque ello no tiene por qué implicar
refugiarse en una pretendida “asepsia axiológica”, pues, aun cuando no intente
dirigir la acción de un modo inmediato, su crítica y reflexión sobre la moral
vigente no deja de tener incidencia en el obrar. Por eso se distingue entre la
Ética normativa y la ética crítica o metaética. 5.1.
Ética normativa: éticas teleológicas, deontológicas y axiológicas.La ética
normativa sería aquella disciplina filosófica que trata de señalar lo bueno o
lo malo en la vida humana, lo que debemos hacer en el orden de los principios,
siendo misión de la phrónesis, de la prudencia en el sentido
aristotélico del término, su aplicación a la inmensa variabilidad de los casos
particulares. La Ética, al reflexionar y criticar la moral como forma de vida,
trata de investigar en qué medida lo moral es una dimensión constitutiva del
hombre y las categorías en que puede expresarse.Los
principales modelos de ética normativa han sido los teleológicos (de télos,
fin) y los deontológicos (de déon, deber). Los primeros vienen
ejemplificados ante todo por la ética aristotélica (el bien es aquello a lo que
todas las cosas tienden), siendo la eudaimonía el bien buscado por los
humanos. Este mismo carácter asumirán también, desde perspectivas y presupuestos
diferentes, los utilitaristas del siglo XIX (Bentham, Mill) en su intento de
promover “el mayor bien para el mayor número”. Aunque este intento puede que
haya contribuido a nuestro “estado de bienestar”, la excelencia personal, que
tanto preocupaba a Aristóteles, queda desenfocada en tal divisa, pues su
consecuencialismo contraviene algunas de nuestras convicciones morales más
arraigadas (el beneficio obtenido por una mayoría que explota a una minoría no
legitima esta explotación). Tal consecuencialismo no se evita si, en vez de
proceder a un cálculo sobre las ventajas e inconvenientes de las acciones, como
propone el utilitarismo del acto, se decide que posiblemente el mejor
resultado de conjunto se obtendrá a través de acciones ajustadas a ciertas normas,
como mantiene el utilitarismo de la regla, siendo uno y otro afrontados
de antemano por la ética kantiana.Kant,
sin despreocuparse de las consecuencias, sustrae el valor moral de tal ámbito,
por cuanto la ética no se preocupa tanto por la felicidad, cuestión de nuestras
inclinaciones, sino de que nos hagamos dignos de ella. Para Kant el fin de la
razón no es tanto (o no sólo) la consecución de la felicidad, como el hacernos
dignos de ella, a través de una buena voluntad, asimilada ésta al cumplimiento
del deber por el deber. El problema de cómo puedan conjugarse el cumplimiento
del deber y la felicidad le llevará, en su segunda Crítica, a formular
los postulados de la razón práctica: libertad, inmortalidad y Dios.La
importancia de estos dos paradigmas éticas, el teleológico aristotélico y el
deontológico kantiano, con todas sus variantes, se hace sentir hasta nuestros
días en los que el indiscutible peso kantiano se intenta contrarrestar por una
nueva reactualización de motivos aristotélicos y hegelianos no sólo por parte
de las corrientes comunitaristas sino por quienes, preocupados por las
cuestiones de la génesis de las estructuras y conceptos morales y por las de la
aplicación de los principios en contexto plurales, tratan de hacer revivir la
ética de las virtudes (Foot, Anscombe, Hampshire, Nussbaum).Habrá
que examinar las tensiones que entre uno y otro tipo de ética se dan y cómo las
mismas se renuevan en el mundo contemporáneo, en el cual Max Scheler, con su
ética axiológia (de áxion, valor) trató de otorgar al concepto de
“valor” la centralidad que antes habían detentado el “fin” y el “deber”. 5.2.
Ética crítica o metaética: teorías descriptivistas y no-descriptivistas.
Mas allá
de los problemas normativos, la Ética, al pretender un estatuto de
cientificidad neutral, se ha concebido también como examen libre de
presupuestos, como un lenguaje de segundo grado –metaética o lógica de la
moral--, es decir, como metalenguaje de ese lenguaje-objeto que sería el
lenguaje de la moral, tratando no tanto de defender determinados principios
cuanto de analizar el significado de los términos y enunciados éticos, e
indagar el método de justificación de esos enunciados y principios.Desde
esta perspectiva, las teorías éticas se han clasificado (Brandt, Hare) en
descriptivistas (realistas o cognitivas) y no-descriptivistas. Dentro de las
primeras, las teorías naturalistas estiman que las condiciones de verdad
de los enunciados morales son similares a las de las ciencias empíricas, por lo
que los métodos de éstas serían suficientes para dilucidar su verdad o
falsedad, sin necesitar ninguna premisa ética, dado que el significado de los
enunciados éticos es similar al de aquellos otros en los que no aparecen
términos éticos. Tras la denuncia de Hume respecto a la ilegitimidad del paso
del “es” al “debe”, Moore, a comienzos del s. XX, criticaría esa concepción al
pensar que incurría en la que denominó “falacia naturalista”. Con ello se
embarcó en una posición intuicionista, que comparte con el naturalismo
el que los enunciados éticos pueden ser verdaderos o falsos y el que los
términos éticos se refieren a propiedades, pero sosteniendo sin embargo que
esas propiedades no son definibles ni empíricamente observables, sino
propiedades morales sui generis, sólo accesibles a la intuición.
El
no-cognoscitivismo o no-descriptivismo encuentra sus antecedentes en Hutcheson
y Hume y se desarrolló a mediados del siglo XX en el emotivismo de Stevenson y
el prescriptivismo de Hare. Para el no-descriptivismo, ni los términos
éticos se refieren a propiedades ni los enunciados éticos pueden ser
parafraseados metalingüísticamente en el lenguaje de la verdad o de la falsedad
(“matar es malo” en realidad es una frase prescriptiva pues malo es un
valor introducido por el hablante). Según el emotivismo, que seguía la
teoría verificacionista del significado del positivismo lógico, un enunciado
ético no describe nada del mundo, sino que expresa las actitudes
o emociones del hablante, haciéndose imposible el discurso racional en Ética.
Dentro del no-descriptivismo, pero tratando de corregir las exageraciones de
Stevenson y teniendo en cuenta las doctrinas lingüísticas de Austin y Searle
–seguidores de de la concepción del significado como uso, propia del
segundo Wittgenstein--, el prescriptivismo de Hare insistirá en que la
función de los enunciados éticos es asimilable a la de otros enunciados no
fácticos, como ordenar, prescribir,… sólo que, a diferencia de Stevenson, las
convicciones éticas no deberían identificarse con la posesión de actitudes,
deseos o emociones personales, sino con la de actitudes impersonales o
“morales”, si es que el discurso ético es racionalmente posible, sin reducirse
a la retórica emotiva. La teoría del significado como uso del segundo
Wittgenstein será recogida además por gran parte de la filosofía continental
contemporánea (de Ricoeur a Habermas) aunque la discusión del paso del “es” al
“debe” dista de estar resuelta.
Pese a
la diversidad de orientaciones de la filosofía moral analítica, no parece, sin
embargo, que sus proclamados intentos de neutralidad axiológica o valorativa –y
en consecuencia, su desdén hacia las ocupaciones propiamente normativas, al
señalar que su tarea consistía simplemente en esclarecer el lenguaje de la
moral-- hayan logrado la asepsia que reclamaban, comportando, en cambio, el
riesgo de renunciar a la labor crítica de la filosofía, y, por tanto, a la
propia razón en la implícita aceptación del orden de cosas dado. Por el
contrario, el racionalismo crítico de Popper y Albert destacaba que la
metaética no puede tomar la metodología practicada en los sistemas éticas como
un factum al que se puede entender, pero al que no se puede cambiar,
sino que habrá de iluminar críticamente las reglas de juego que fácticamente se
dan. De hecho, la pretendida neutralidad de los filósofos morales analíticos se
convertía en una indisimulada preferencia por el utilitarismo.
Por lo
demás, la metaética no tendría por qué concebirse desde el corsé a ella
impuesto por la filosofía moral analítica de la primera mitad del siglo XX,
como, por otra parte, el interés por el análisis del lenguaje, y
específicamente por el análisis del lenguaje moral, no ha sido patrimonio
exclusivo de la misma, sino que progresivamente ha ido afectando a todos los
grandes modelos de la filosofía contemporánea.